sábado, 27 de julio de 2019

El hilo peronista que une a Argentina con Senegal | Por Pablo Ayala

La historia del poeta Jean-Fernand Brierre, el embajador hatiano en Buenos Aires que salvó al general Tanco de ser fusilado por la dictadura de Aramburu-Rojas y terminó siendo ministro de Cultura de Senegal y una figura de relevancia tras la independencia de ese país africano.

Hay un hilo que une al Senegal, ese país de África occidental, ex colonia francesa que toma su nombre del río que lo atraviesa, con la Argentina: el poeta haitiano Jean Brierre.

Brierre fue un poeta nacido en Jeremie, Haití, tras la invasión estadounidense y que se crió en el odio al imperialismo. Se sumó al movimiento de la negritud, un colectivo de poetas de inspiración marxista que hacía hincapié en el orgullo negro y las raíces africanas, cuyos mayores referentes eran el cubano Nicolás Guillén y el caribeño de Martinica y figura clave de la revolución argelina Franz Fannon.

Brierre integró este movimiento en París junto al poeta africano Leopold Sedar Senghor.

En 1954 llegó a la Argentina como embajador de su país y en 1956, tras el alzamiento de militares peronistas, salvó al General Raúl Tanco, uno de los jefes de aquella sublevación, al gremialista Efraín García y a 5 suboficiales de ser fusilados por el odio gorila. También a Picha y Canela, los caniches de Perón.

Brierre fue decisivo y solo su coraje y dignidad logró salvarle la vida a aquellos peronistas de la resistencia.

La dictadura de Aramburu y Rojas lo declaró "persona no grata" y el periódico socialista La Vanguardia lo trató de "mono" y lanzó epítetos racistas contra él y su esposa.

Vuelto a Haití, al poco tiempo la dictadura de Papa Doc Duvalier, que se había hecho con el poder, lo encarceló y luego partió al exilio recalando en Senegal, que había logrado su independencia de la mano de su amigo Senghor.

Brierre ocupó allí el cargo de ministro de Cultura y fue tan importante su tarea que el premio mayor de letras senegalés lleva su nombre.

Entrevistado por Rodolfo Walsh en los 60, Brierre dijo que "como descendiente de esclavos no puedo ser otra cosa que peronista".

Hoy los hijos de aquel país que parieron a Senghor, Brierre y otros patriotas africanos emigran buscando una mejor vida, pero los hijos de aquella dictadura que fusiló a Juan José Valle y quiso fusilar a Tanco los apalean en las calles y les quitan sus pocas pertenencias.

Ayer a la noche un grupo de manteros senegaleses fue apaleado y detenido por los esbirros de este gobierno gorila.

Pero afuera, luchando por su libertad estaban ellos, los peronistas, los hijos de aquellos que alguna vez Brierre salvó.

Siempre hay un hilo invisible escribiendo la historia de los pueblos, uniendo siempre a los condenados de la tierra. A los que luchan por su liberación. Siempre.

viernes, 28 de junio de 2019

28 de junio de 1966: GOLPE DE ESTADO CONTRA ARTURO UMBERTO ILLIA

Arturo Illia saliendo de Casa de Gobierno el 28 de junio de 1966

En esa fría mañana, un grupo de oficiales encabezados por Julio R. Alsogaray, Rodolfo Otero y Luis Perlinger se presentaron en el despacho del Presidente constitucional Dr. Arturo Umberto Illia solicitándole que desaloje la Casa de Gobierno a lo que este se negó rotundamente diciendo “El comandante en jefe de las Fuerzas Armadas soy yo” y les dio orden de retirarse de su despacho. Ante esta negativa la Casa Rosada fue rodeada por tropas del ejército y un grupo de policías armados con pistolas lanza gases irrumpió en la oficina del presidente intimándolo a retirarse con la amenaza de que “caso de contrario no se podía garantizar la seguridad de las personas que lo acompañaban”. Ante esta situación el Dr. Illia optó por dejar el lugar y rodeado por sus colaboradores bajó por la escalera hasta la planta baja, cruzó por la entrada y se dirigió a la calle, y como no disponía de vehículo particular porque lo vendió durante su presidencia para pagar los gastos de la enfermedad de su esposa, abandonó el lugar en un taxi que lo llevó hasta la casa de su hermano en el barrio de Martínez. Al día siguiente, bajo la autodenominación “Revolución Argentina”, asume como presidente de facto Juan Carlos Ongania.

El presidente Illia junto a Carlos Humberto Perette, como Vicepresidente, habían sido electos el 7 de julio de 1963 y asumieron el cargo el 12 de octubre de ese mismo año con mandato hasta 1969.

Perón, desde su exilio en Madrid, aplaudió el golpe de estado subrayando que esto era "la única salida para acabar con el régimen corrupto que imperó en Argentina en los últimos tres años".

domingo, 16 de junio de 2019

Cuentos | Padres e hijos: Retrato de un hombre invisible - Paul Auster


1

Mi recuerdo más temprano: su ausencia. Durante los primeros años de mi vida, él se iba a trabajar por la mañana temprano, antes de que yo me despertara, y volvía a casa mucho después de que me acostara. Yo era el niño de mamá y vivía en su órbita. Era como una pequeña luna que giraba alrededor de su gigantesco orbe, una mota en la esfera de su gravedad, y controlaba las mareas, el clima y las fuerzas del sentimiento. Su muletilla era: «No estés siempre pendiente de él, lo malcriarás.» Pero yo no tenía buena salud y mi madre se excusaba en ese hecho para justificar la atención que me prodigaba. Pasábamos mucho tiempo juntos, ella con su soledad, yo con mis dolores, aguardando pacientemente en los consultorios médicos a que alguien controlara la insurrección permanente que bullía en mi estómago. Incluso entonces, yo me aferraba con desesperación a aquellos médicos, esperando que me cogieran en brazos.

Por lo visto, buscaba a mi padre desde el comienzo, buscaba con ansiedad a alguien que se pareciera a él.

Recuerdos más próximos: un anhelo. Con la mente siempre dispuesta a negar los hechos ante la más mínima excusa, seguí buscando con obstinación algo que nadie me daba, o que me daban tan rara vez y de forma tan arbitraria que parecía suceder fuera del ámbito de la experiencia cotidiana, en un lugar donde nunca sería capaz de vivir más que durante unos pocos instantes. No es que sintiera que le disgustaba; sólo parecía distraído, incapaz de mirar en mi dirección. Y por sobre todas las cosas, yo quería que notara mi presencia.

Cualquier cosa, hasta la menor nimiedad, era suficiente. Por ejemplo, un domingo que fuimos a un restaurante, lo encontramos lleno y tuvimos que esperar que se desocupara una mesa. Mi padre me llevó afuera, sacó una pelota de tenis (¿de dónde?), puso una moneda en la acera y comenzó a jugar conmigo a golpear la moneda con la pelota de tenis. Yo no tendría más de ocho o nueve años.

2

Recuerdo un día muy parecido a hoy. Un domingo lluvioso; letargo y quietud en la casa: el mundo a media marcha. Mi padre estaba durmiendo la siesta o acababa de despertar y por alguna razón yo estaba en la cama con él, los dos solos en la habitación.

—Cuéntame un cuento.

Es probable que comenzara así. Y como no tenía nada que hacer y estaba medio somnoliento en la languidez de la tarde, hizo exactamente lo que le pedía y se enfrascó en el relato de un cuento sin perder detalle. Lo recuerdo con tal claridad que parece que acabara de salir de aquella habitación, con su luz grisácea y la maraña de mantas sobre la cama, como si con sólo cerrar los ojos pudiera volver allí cuando quisiera.

Me habló de sus supuestos días en Sudamérica. Fue un relato de aventuras, lleno de peligros mortales, huidas arriesgadas e increíbles cambios de fortuna: cómo se abrió camino entre la selva con un machete, luchó contra bandidos sin más armas que sus propias manos y disparó contra su burro cuando éste se quebró la pata. Su lenguaje era florido y complicado, tal vez una reminiscencia de los libros que había leído en su infancia. Pero fue precisamente ese estilo literario lo que me deslumbró; pues no sólo me contaba hechos desconocidos de su vida, revelándome cómo había sido su mundo en un pasado distante, sino que lo hacía con palabras extrañas. El lenguaje era tan importante como la historia; formaba parte de ella y, en cierto modo, eran inseparables. Su propia extravagancia era una prueba de su autenticidad.

En ningún momento se me ocurrió pensar que podría tratarse de una historia inventada. Hasta muchos años después seguí creyendo en su veracidad. Incluso cuando había pasado la edad de creer en esas cosas, seguía pensando que podía haber algo de verdad en ella. Me daba algo con lo que aferrarme a mi padre y no estaba dispuesto a dejarlo escapar. Por fin encontraba una explicación para sus misteriosas evasiones, para su indiferencia hacia mí. Era un personaje romántico, un hombre con un pasado oscuro y emocionante y su vida actual era sólo una especie de parada, una forma de resistir hasta su próxima aventura. Estaba trazando un plan, intentando averiguar cómo recuperar el oro que yacía escondido en el corazón de los Andes.

3

Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera.

Hablar con él era una experiencia agotadora. O bien se mostraba ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente locuaz y no paraba de charlar, en un inútil intento por llamar su atención, por provocar una respuesta.

No fumaba ni bebía. No demostraba hambre por los placeres sensuales ni sed por los intelectuales. Los libros lo aburrían, y eran muy raras las películas u obras de teatro que no le dieran sueño. Incluso cuando asistía a fiestas era evidente que hacía grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Casi siempre acababa sucumbiendo y se quedaba dormido en un sillón mientras la conversación continuaba a su alrededor. Un hombre sin apetitos. Daba la impresión de que ningún hecho podía alterar su vida, de que no necesitaba nada de lo que el mundo pudiera ofrecerle.

4

Cuando era pequeño me encantaba verlo firmar. No se limitaba a poner el papel delante y escribir sino que, como si demorara de forma inconsciente el momento de la verdad, antes de escribir hacía un floreo preliminar, un movimiento circular a unos centímetros de distancia del papel, como una mosca que zumba en el aire y centra su puntería sobre un lugar exacto. Era una versión similar a la forma de firmar del Norton de Art Carney en The Honeymooners.

Incluso pronunciaba las palabras de una forma algo extraña: «arrrriba», en lugar de simplemente «arriba», como si el florido movimiento de su mano tuviera un símil en su voz. Sonaba de una forma musical y graciosa. Cuando atendía el teléfono lo hacía con un melodioso «holaaa». El efecto no era cómico, sino encantador. Lo hacía parecer un poco loco, como si estuviera fuera de órbita con respecto al resto del mundo, pero no demasiado. Sólo un grado o dos.

Tics indelebles.


La invención de la soledad

 Anagrama, 1972.

viernes, 31 de mayo de 2019

"La importancia de leer", por Paulo Freire


México, 12 de noviembre de 1981.

" La importancia de leer y el proceso de liberación "

Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.

Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.

Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.

Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabramundo”.

La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.

Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi,  el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.

De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.

De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.

En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas. No había mejor clima para travesuras de las almas que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.

Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en las mañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.

Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.

Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mi gis.

Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continúo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de la oración,  jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”. Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.

Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor delengua portuguesa.

No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los  primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la  enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto. Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto a profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las¡ bpáginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.

La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media ...


Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.

Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor dlengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.


Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice, hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.


Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.


Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura     del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.


Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son representaciones de la realidad.

La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.  Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.


Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica.


Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.


Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora.

martes, 2 de abril de 2019

RAMÓN CARRERAS: De Malvinas al Barrio Fontana | Crónica de un ex combatiente.

Una noche de fines de marzo de 1982, Ramón y Daly habían hecho un balde de pochoclos y se disponían a ver una película en la casa que habitaban en la base militar Espora, cerca de Bahía Blanca. Pero unos sorpresivos golpes durante la noche en la puerta les hizo cambiar los planes.
Una breve charla con un soldado y sin mayores demoras Ramón tomó su bolso de campaña, besó a su esposa y se dirigió, aun sin saberlo, a la misión que lo marcaría de por vida. Daly y Ramón se volverían a ver recién después del 2 de abril, unos días antes de regresar al teatro de operaciones bélicas durante el mes en que las islas quedaron bajo control de militares argentinos.
Lo que pasa en esos días están tallados por pasos de plomo y cargados de tensión. Primero fue embarcado en el ARA Bahía Buen Suceso y aunque el hermetismo de los altos oficiales no permitía saber de qué se trataba todo ese despliegue, entre los militares de rangos inferiores y soldados se tejían cientos de hipótesis.
El conflicto con Chile por el Canal de Beagle aún estaba latente, la disputa por el territorio patagónico se vivía a flor de piel. Pero la misión que tenían encomendada era otra: recuperar el archipiélago malvinense.
Para Daly la situación no fue menos tensa: en el barrio militar nos preguntábamos qué estaba pasando. Lejos de su hogar, el primero de abril, las fuerzas argentinas de recuperación ya están navegando frente a las inmediaciones de Puerto Argentino: “Por la noche veíamos las luces del pueblo. Había una cierta alegría, algo de entusiasmo y ansiedad por lo que íbamos a vivir”, recuerda Ramón.
“Ya el 2 de abril, nuestro buque abre las compuertas frontales, se inunda la parte delantera y desembarcamos en vehículos anfibios. Al principio estaba todo normal hasta que empezamos a escuchar que el artillero de nuestro vehículo respondía disparos del enemigo. Ahí fue el gran golpe de realidad”, rememora Ramón sobre los primeros instantes en tierra malvinense.
Los meses previos
En 1981, antes de la guerra de Malvinas, Ramón notaba un movimiento extraño: “Nuestro entrenamiento era más intensivo”, y agrega: “llegaban armas nuevas, teníamos mucha practica de tiro”. Llegó un día en que a Ramón lo convocaron para partir sin saber él ni nadie a dónde se dirigían. “Yo creí que íbamos a Río Grande, hasta que mencionaron Malvinas y desplegaron en una sala una serie de mapas y fotografías con todos los detalles para la operación”.
La experiencia de Ramón fue diferente a lo que estamos acostumbrados a escuchar. “Nos tocó vivir la mejor parte de la guerra: vimos rendirse a los ingleses, izar la bandera argentina y arriar la de los ingleses. Incluso no era un día feo: había sol”, recuerda de ese momento histórico.
Respecto al combate, Ramón cuenta: “Nosotros teníamos una formación de tiro y entrenamiento, pero la experiencia del combate no la tenía ni yo, ni el más grande, ni el chico de 18 años”.
Después de dos días en las islas, el 4 de abril de 1982 es enviado junto con su batallón de regreso a Río Grande para vigilar la frontera con Chile y ya no regresó al territorio insular.
La posguerra
Teniendo vínculos familiares se muda a Puerto Madryn en 1990 y se instala detrás del comercio Tito, sobre calle Gales, lugar donde además aprendió el oficio de carnicero que desempeñó por algunos años. En 1996 termina su casa y vuelve a trabajar en la pesca hasta 2016 cuando se jubila.
Ramón nos cuenta que pasó por un tiempo de “negación de Malvinas”, durante el cual le costaba mucho hablar sobre el tema. Fue a partir de que lo inviten a dar charlas en escuelas, hace no tantos años, cuando decidió empezar a contar su historia.
A Ramón le parece importante no olvidarse de Malvinas, porque es parte de nuestra historia como país, y para nosotros es indispensable, también, no olvidarnos de Ramón.

sábado, 30 de marzo de 2019

José María Rosa, nuestro contemporáneo | Un estudio sobre la obra y pensamiento del autor de la monumental "Historia Argentina".

“El dominio extranjero penetró sutilmente, y antes de llegar al campo material se había apoderado del espiritual.” (Rosa, 1966: VIII)

José María Rosa (1906-1991) es uno de los historiadores más prolíficos y profundos del país. Su primer libro data de sus años de juventud, se publicó en 1933 con el título de Más allá del código. Su Historia Argentina, editada por Oriente se compone de trece abultados tomos de minuciosa labor historiográfica. Compiló, además, más de quince volúmenes donde investiga cuestiones de derecho, economía, historia y geopolítica. (Manson, 2007: 385-386)

En nuestra óptica, José María Rosa es, conjuntamente a Norberto Galasso, el historiador revisionista más destacado del campo intelectual argentino. Juan José Hernández Arregui mencionó que dentro del revisionismo: “Desde el punto de vista estrictamente historiográfico, es el más importante por la documentación que maneja y su frecuentación de los archivos.” (Hernández Arregui, 2004: 204) Galasso sostiene que Rosa fue leído masivamente a partir de mediados de los cincuenta: “Por una juventud que descree de los viejos textos liberales y busca una posición política nacional.” (Galasso, 2011: 49) Su obra fue una fuente documental de suma importancia en las décadas del sesenta y setenta y su figura ocupó un lugar central en la política argentina, al punto de que Juan Domingo Perón manifestó que: “Bastaría conservar dos o tres libros. Entre las plumas argentinas, los de Scalabrini Ortiz, la fundamental Caída de Rosas de Pepe Rosa, y este último que Hernández Arregui acaba de enviarme sobre el ser nacional.” (Piñeiro Iñiguez, 2007: 222)
¿Quién fue José María Rosa?
“Como germen de la Argentina soberana de mañana, el revisionismo ganó fácil y triunfalmente a las capas populares.” (Rosa, 1966: XXXI)

José María Rosa nació en Buenos Aires en el año 1906. Estudió Derecho y se doctoró en el año 1933 con la tesis Origen mítico del Estado.

Su padre intervino en el quehacer político partidario y cumplió funciones en la provincia de Mendoza tras el Golpe de Estado de 1930 y en 1943 ocupó un cargo ministerial. Por tradición familiar y por inquietudes propias, José María tuvo un contacto permanente con los sucesos políticos de la etapa. En su juventud participó en Democracia Progresista de Lisandro de la Torre. Según una entrevista publicada en el año 1978, sostuvo: “Yo nací antirrosista y antirradical. Me costó sacudirme el antirradicalismo, pero hoy en día creo comprender a Hipólito Yrigoyen.” (Hernández, 1978: 15) 
Luego del 17 de octubre del año 1945 formó parte de la Alianza Libertadora Nacionalista, que apoyó al peronismo con una fórmula electoral propia. (Manson, 2007: 154-155) Durante los diez años de la revolución justicialista ocupó un lugar secundario en el Estado, cumpliendo el cargo de síndico de la línea aérea oficial FAMA. Hasta el año 1955, se definió a sí mismo más como “simpatizante”, que como activista peronista. (Hernández, 1978: 29) Iniciada la dictadura del año 1955, participó del levantamiento cívico militar de 1956 conducido por el General Valle. Rosa conoció la cárcel por recibir en su domicilio a John William Cooke y se exilió en España y en Uruguay. En el país oriental lo recibieron Luis Alberto Herrero y Víctor Haedo. (Manson, 2007: 220) Con el regreso de la democracia en el año 1973 ocupó por breve tiempo funciones diplomáticas en el Paraguay y luego en Grecia.

Su actividad principal no fue la lucha partidaria sino su obra intelectual, historiográfica y docente, sin lugar a dudas, sus más grandes legados. Rosa dictó clases en las Universidades del Litoral y de La Plata desde la década del treinta, entre otras actividades académicas. Su labor docente fue interrumpida en 1955, momento en que fue expulsado de sus cátedras. Participó, además, en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas donde tomó contacto con los hermanos Irazusta, Manuel Gálvez, Ramón Doll, Vicente Sierra, Ernesto Palacio, Atilio García Mellid, Arturo Jauretche y John William Cooke. (Manson, 2007: 166) Publicó artículos periodísticos en Mayoría y en los años ochenta dirigió la revista Línea que se opuso a la dictadura abierta en 1976.
Su obra historiográfica
“Ningún demócrata liberal podrá negar de buena fe que el revisionismo no haya ganado la batalla intelectual argentina; la intelligentzia se ha visto finalmente derrotada y desalojada por la verdadera inteligencia.” (Muñoz Azpiri, 1974: 163)

La producción de José María Rosa puede sintetizarse en tres aportes fundamentales en el plano historiográfico, político y cultural:

I. Es una fuente documental sumamente valiosa

Su trabajo organizó de manera sistematizada un trascendental caudal de información histórica, compuesta por archivos y piezas documentales inéditas para la época.

II. Ofrece una teoría para interpretar los procesos históricos

En su óptica, para comprender la historia argentina era necesario develar:

-El rol de los imperialismos europeos (principalmente, Francia e Inglaterra), norteamericano y brasileño.

-La tarea cumplida por los representantes del pueblo. En su punto de vista: “Prescindir de la historia de un pueblo, es algo así como separarse del alma de una comunidad.” (Rosa, 1976: 140) Para Rosa el sujeto del cambio histórico era el pueblo y la tarea del historiador estaba ligada a la explicación de su realidad social, cultural, racial y política.

III. Es un modelo de intelectual nacionalista y latinoamericanista 

Su obra contribuyó en el terreno cultural y político a: 

A. la formación de una conciencia nacional y antiimperialista 

B. la organización de una conciencia popular 

C. la formación del nacionalismo económico 

D. la unidad de Latinoamérica

A. José María Rosa y la conciencia nacional y antiimperialista

“Un factor decisivo en la discordia argentina fue la injerencia británica.” (Rosa, 1976: 10)

Rosa documentó y explicó minuciosamente el funcionamiento del imperialismo financiero, militar y geopolítico de las potencias. Destacó que las agresiones europeas al país durante el siglo XIX eran parte de una estrategia mundial. La acción militar inglesa sobre China de 1841 y la posterior ocupación de Hong Kong, iban en sintonía con las invasiones británicas de 1806, con la anexión de Malvinas de 1833 o con la agresión a la Confederación de 1845. (Rosa, 1976: 101) El autor mencionó que la agresión de Francia de los años 1838 y 1839 estaba en la misma línea que la ocupación colonialista europea de países como Argelia. Para el autor, el triunfo de la posición europea sobre la Confederación traería aparejada la pérdida de nuestra soberanía política, comercial, territorial y financiera. Rosa destacó la acción antiimperialista del pueblo que resistió con su caudillo la intromisión foránea. Una manifestación clara del nacionalismo político de la Confederación, fue la respuesta que dio Juan Manuel de Rosas a la prepotencia francesa. El Restaurador contestó por intermedio de Felipe Arana que: “Exigir sobre la boca de cañón privilegios que solamente pueden concederse por tratados es a lo que este gobierno, tan insignificante como se quiera, nunca se someterá.” (Rosa, 1974 T 4: 311) 

Rosa documentó la acción del neocolonialismo cultural y político de los europeos. En su punto de vista, existió una relación estrecha entre el imperialismo económico y la dependencia cultural de nuestra dirigencia: “La relación imperialista entre una metrópoli que exporta productos elaborados y una colonia que produce materias primas y víveres, sólo excepcionalmente se impone por la fuerza (y no será duradera). A la voluntad dominante de la metrópoli debe corresponder y plegarse una voluntad de vasallaje en la colonia, o en los nativos que gobiernan la colonia. Éstos, por regla, no tienen conciencia de encontrarse sometidos, ni comprenden que sirven intereses foráneos.” (Rosa, 1976: 11) Resultado de la habilidad del neocolonialismo europeo, Domingo Faustino Sarmiento, Florencio Varela, Bernardino Rivadavia y Juan Bautista Alberdi, apoyaron públicamente a los franceses en plena guerra de 1838. Tomando distancia y en línea con el gobernador bonaerense, el General San Martín mencionó el 10 de julio de 1839: “Lo que no puedo concebir es que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a la patria.” (Rosa, 1974 T 4: 320; 1967: 54 y 56)

El autor dedicó un espacio importante a la historia de las relaciones entre Argentina y Brasil. Mencionó que resultante de las disputas territoriales entre ambos gobiernos, surgió el Virreinato del Río de La Plata en 1776 y se produjeron una seguidilla de enfrentamientos militares sobre el territorio del actual Uruguay. Brasil impulsó la caída de Juan Manuel de Rosas, por el hecho de que el mandatario evitó la ocupación del Uruguay y la extensión territorial lusitana hacia el sur y sobre el Paraguay. (Rosa, 1960: 3-4) Para triunfar en la batalla de Caseros en el año 1852, las clases dirigentes del Brasil se aliaron al imperio británico y fomentaron las disputas internas de la Confederación, profundizando las diferencias de Justo José de Urquiza con Rosas. Como resultado de la guerra obtuvieron la libertad de navegar los ríos uruguayos, el control de las Misiones Orientales y el dominio político, militar y comercial de la Cuenca del Plata. (Rosa, 1960: 69) 

B. José María Rosa y la organización de una conciencia popular

“La nacionalidad, como todos los valores sociales -religión, lenguaje, derecho- surge de abajo arriba, de las clases inferiores a las superiores. El pueblo pese a quienes quieran educar al soberano en el acatamiento colonial, es fermento del nacionalismo y acaba por imponerse.” (Rosa, 1974 c: 194)

“Los hijos de Martín Fierro y del Sargento Cruz eran educados en las escuelas de Sarmiento a despreciar a sus padres por bandoleros, y buscar el perdón de su pecado original amoldándose mansamente a los dueños del cepo, los contingentes y la partida.” (Rosa, 1966: IX)

Los libros de Rosa son aportes fundamentales a la historia de las luchas de los trabajadores y de los grupos racial y étnicamente oprimidos por las clases dominantes. En su cosmovisión, los sectores populares son el motor del cambio de la historia y las masas siguen a los caudillos “oponiéndose a los gobernantes que han perdido el patriotismo.” El pueblo acompañó a Gervasio Artigas en la Banda Oriental, a Martín Güemes y sus Infernales y a Ramírez y Estanislao López reunidos en montoneras. (Rosa, 1976: 12-13) El pueblo se expresó activamente con Felipe Varela al que Rosa denominó el “Quijote de los Andes”, que enfrentó a Bartolomé Mitre y se opuso a la guerra del Paraguay. (Rosa, 1985: 222-228)

Rosa reivindicó la figura de Juan Manuel de Rosas por su vínculo con las clases populares. Destacó que Rosas aprendió el lenguaje araucano y realizó “parlamentos” alcanzando con un sector importante de los pueblos originarios una “paz duradera.” Con otros grupos entabló la guerra en el marco de la Campaña del año 1833. (Rosa, 1976: 37) En su punto de vista Juan Manuel de Rosas: “Fue el único gobierno popular que tuvimos en el siglo XIX” y desde el control del Estado promovió la “mejora social.”  (Rosa, 1976: 131)

De su reivindicación del pueblo como sujeto de la historia surgió su apoyo a Cornelio Saavedra y sus críticas a Mariano Moreno. Rosa sostiene que el pueblo integró la milicia desde las invasiones inglesas de 1806 y mencionó que, en este contexto, Saavedra era jefe de un regimiento de “patricios.” Estos mismos milicianos fueron luego los “soldados, cabos y sargentos” que se movilizaron el 24 de mayo de 1810 a los cuarteles con la finalidad de destituir definitivamente al Virrey. El 25 de Mayo tuvo como protagonista al: “Pueblo en armas (…) imponiéndose como la gran realidad argentina (…) fue también el levantamiento de las orillas contra el centro.” (Rosa, 1974 T 2: 192)  Rosa mencionó que Saavedra tenía “tras suyo” al pueblo y al Ejército que se había conformado con la masa en la etapa de la milicia. Dijo Rosa que: “Un pueblo se impone con un caudillo, Saavedra pudo serlo y no lo fue; y Moreno -que se hizo de la Revolución- no era hombre de multitudes (…) era un intelectual, del tipo de quienes tratan de amoldar la realidad a los libros: sus ideas políticas.” (Rosa, 1974 T 2: 199-201) Como resultado de las históricas jornadas independentistas en toda Hispanoamérica, Rosa concluyó que: “Una clase vecinal, criolla y acomodada, toma el gobierno para defender el orden; un grupo de teorizantes trata de quitárselo para implantar sus reformas liberales; un pueblo para quien la revolución significará el ingreso a la realidad política es dejado de lado.” (Rosa, 1974 T 2: 248)
En Del Municipio Indiano a la Provincia Argentina (1580-1852), el autor reconstruyó la historia de las instituciones de la democracia popular. Allí sostuvo que el pueblo se organizó políticamente con los caudillos, que fueron quienes le otorgaron vitalidad a las primeras experiencias de participación de masas en el gobierno. Sobre la base de estas incipientes democracias nacieron las ciudades y sus gobiernos, las municipalidades y luego las provincias argentinas. (Rosa, 1974 b)

C. José María Rosa y la formación del nacionalismo económico

“Un país puede ser pequeño, económicamente subdesarrollado, y aún encontrándose sometido por las armas, sin dejar de ser una nación si tiene una mentalidad nacional y obra, dentro de sus posibilidades, con la voluntad de manejarse a sí mismo.” (Rosa, 1974 c: 182)

Rosa publicó dos obras fundamentales sobre la historia de la economía nacional, Defensa y pérdida de nuestra soberanía económica y Rivadavia y el imperialismo financiero. En muchos aspectos, las conclusiones de ambos libros son sumamente actuales.
El autor sostiene que la aplicación del liberalismo económico en América fue el reflejo de la dependencia española y del neocolonialismo de la dirigencia política emancipada luego de 1810. Los Tratados de apertura comercial de 1809 surgieron como parte de la debilidad de la corona española agredida por Napoleón: España entregó sus mercados coloniales a cambio de la protección política y militar inglesa. (Rosa, 1967-b: 34-35) Luego de la Revolución de Mayo, los intelectuales y los dirigentes del Primer Triunvirato de 1811 impulsaron la apertura comercial. Para Rosa el programa fue estimulado principalmente por Bernardino Rivadavia en su condición de Secretario del gobierno. (Rosa, 1967- b: 52) El autor mencionó que: “Bajo el signo de la “libertad” nace el imperialismo británico.” (Rosa, 1974 c: 183) 

Rosa indicó que en América con anterioridad al año 1809 existió una industria artesanal y que el liberalismo económico aperturista la destruyó: “Además de talleres manufactureros, hallamos al iniciarse el siglo XIX las fábricas de derivados de la ganadería: saladeros, curtiembres, jabonerías (…) la fábrica tenía características propias del pequeños capitalismo.” (Rosa, 1967-b: 25) En lugar de retomar y de perfeccionar la estructura existente, la competencia europea la quebró, profundizó las diferencias tecnológicas e impidió el desenvolvimiento de una economía industrial propia.

Destacó que a partir de los siglos XIX y principios del XX los intereses ingleses y franceses controlaron:

-El sector financiero: instituciones de préstamo y bancos. Rosa citó como un caso típico de nuestra dependencia al Banco de Descuentos impulsado por Rivadavia. La institución tenía Directores particulares locales e ingleses que controlaban las asambleas dejando al Estado sin poder de decisión. Por intermedio de este instrumento financiero, los comerciantes extranjeros fugaron el oro del país en fragatas británicas. Resultado de la acción de Rivadavia el “poder corruptor del Banco” había saqueado al Estado al punto de que “no quedaba en caja ni una onza de oro, ni un peso de plata ni un billete de papel: deudas, solamente deudas.” (Rosa, 1974 c: 55, 72 y 73) 

-la política comercial: puertos y sistemas arancelarios 
-los recursos naturales y productivos: tierras, minería y empresas de servicios.

El autor mencionó que existió una relación estrecha entre los representantes del Estado y las empresas europeas, al punto de que Rivadavia fue a la misma vez mandatario nacional y miembro de sociedades mineras. Rivadavia se vinculó a los grupos de poder económico internos e internacionales como fueron los casos de la minera Mining o la Casa Hullet. Poseyó, además,  acciones de la Sociedad Rural Argentina y adquirió títulos públicos. (Rosa, 1974 c: 176-180) 

Uno de los aportes principales de los libros de Rosa fue la explicitación del funcionamiento del imperialismo financiero moderno. En su punto de vista: “Tras el imperialismo mercantil, llega el financiero en forma de exportación de capitales o control de los capitales nativos. Lenin habla de él como etapa iniciada a fines del siglo XIX (…) desde el segundo decenio del siglo pasado hay en Hispanoamérica una penetración de capitales ingleses en forma de monopolios bancarios, empréstitos, empresas mineras colonizadoras, etc.” (Rosa, 1974 c: 185)

En su libro sobre Rivadavia documentó minuciosamente el accionar del nuevo poder financiero mundial. Rosa mencionó que los empréstitos eran “instrumentos de dominación” cuya finalidad fue “atar a los pequeños Estados hispanoamericanos al dominio británico.” (Rosa, 1974-c: 79)  En el año 1822, la Junta de Representantes sancionó una ley facultando a la provincia de Buenos Aires a tomar un préstamo para construir un puerto, levantar pueblos y proveer agua, entre otras acciones. En el año 1824, se negoció el préstamo con la Casa Baring Brothers. La operatoria puede resumirse en los siguientes aspectos:

-Se tomó un préstamo de 1 millón de libras y la mayoría del dinero no ingresó efectivamente al país. En gran parte de los casos, Baring envió solamente letras de cambio y no metálico (oro o plata) 
-Se cobraron onerosas comisiones distribuidas entre los mediadores argentinos (Rivadavia, Félix Castro y Braulio Costa) y extranjeros (Hullet, John Robertson y un consorcio de accionistas)

-El Estado empeñó la tierra pública como garantía. Recién con Manuel Dorrego y con Rosas se buscó terminar con la gravosa hipoteca sobre el suelo del Estado

-No se cumplió ninguno de los objetivos introducidos en la ley de 1822.
El préstamo se articuló con otros negocios de Rivadavia y sus aliados ingleses, como fue el caso de la venta de los minerales de la Famatina de la provincia de La Rioja. La operación financiera fue organizada por la “Río Plata Mining Association”, que actuó en conjunto con la prensa inglesa Times y Sun, que inflaron el costo de los bonos en el mundo bursátil de la City londinense. (Rosa, 1974-c: 141-142)

José María Rosa mencionó que frente al liberalismo antinacional, en el siglo XIX Juan Manuel de Rosas impulsó el capitalismo argentino. Entre otras medidas, sancionó la Ley de Aduana del año 1835, construyó saladeros, impulsó la Marina Mercante y entregó tierras en pequeñas superficies. (Rosa, 1967-b) El gobernador desandó la arquitectura financiera de Rivadavia y creó el Banco de la Provincia de Buenos Aires dando estabilidad a la moneda argentina. (Rosa, 1976: 59-68) La Batalla de Caseros que lo derrocó tuvo entre sus objetivos la expansión del imperialismo económico y: “La libertad de comercio del 53 trajo la invasión de manufacturas inglesas, que significó el cierre de los talleres artesanales protegidos hasta entonces por la política aduanera.” (Rosa 1966: X)

D. José María Rosa y la unidad de Latinoamérica

“Paraguay fue la última tentativa de una gran causa empezada por Artigas en las horas iniciales de la Revolución, continuada por San Martín y Bolívar al cristalizarse la independencia, restaurada por Rosas en los años del sistema americano, y que tendría en Francisco Solano López su adalid postrero.” (Rosa, 1985: 12)

José María Rosa contribuyó al conocimiento mutuo de los países y pueblos del Continente. En su prolífero trabajo rescató la historia de las instituciones políticas populares y abogó por la conformación de un sistema federal capaz de garantizar la unidad continental. Desarrolló investigaciones sumamente importantes para develar el origen de la Guerra del Paraguay. Inicialmente, sus trabajos se divulgaron en cuarenta y ocho notas en el Semanario Mayoría, entre los años 1958 y 1959. Ese material se publicó reunido en el libro La guerra del Paraguay y las Montoneras argentinas. La hipótesis central de la obra es que la guerra de Brasil, Argentina y Uruguay contra el Paraguay fue la consecuencia lógica de un plan geopolítico conformado por los unitarios, por el imperio del Brasil y por el imperialismo europeo. El derrocamiento de Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros de 1852, fue el paso fundamental para alcanzar su meta. Destituido Rosas, la estrategia se profundizó en los campos de Cepeda en 1859 y en Pavón en 1861. La obra política se culminó a través del control de la Banda Oriental por el Brasil y en las guerras de policía impulsadas por los unitarios contra los caudillos. Las causas principales de la guerra según José María Rosa fueron:

-Destruir al país económicamente más poderoso de América del sur y, en su lugar, imponer las mercancías y los negocios financieros de los ingleses. El autor destacó que Europa saqueó a América que fue la garantía para su desarrollo económico y social: “El obrero metropolitano consigue bienestar  -y por tanto lo satisface el sistema capitalista- a costa de la miseria del trabajador colonial.” (Rosa, 1974-c: 188)

-Expandir los intereses del Brasil destruyendo militar, política y económicamente a su adversario geopolítico. La potencia lusitana fue a la guerra con la finalidad de apropiarse de territorios y de mercados paraguayos.

El saldo para el Paraguay  fue catastrófico y el país quedó totalmente destruido. La guerra fue un negocio para los proveedores de armas y le permitió a un pequeño grupo de dirigentes apropiarse de grandes superficies de tierra.

José María Rosa recuperó la figura y las acciones del líder oriental Gervasio de Artigas y según se lee en el epígrafe, lo ubicó en la gesta de San Martín, Bolívar y Rosas. A diferencia de las opiniones negativas de varios referentes de la historia oficial, reivindicó las acciones de Artigas destacando su programa social que incluyó la entrega de tierras expropiadas a los “malos españoles.” Mencionó que Artigas era la manifestación de la revolución nacionalista “iniciada el 25 de mayo y detenida en Buenos Aires.” Su acción política fue la expresión de un genuino “federalismo” y de la existencia de “la Patria Grande” como parte de una “liga de las Patrias Chicas municipales.” (Rosa, 1974 T 3: 54)  Rosa destacó que Artigas impulsó experiencias de democracia directa y promovió un sistema político federal con división de poderes. Su programa quedó reflejado en las Instrucciones que elevaron los Diputados orientales a la Asamblea General de 1813. (Rosa, 1974 T 3: 60-61)

Por todo lo dicho, estamos convencidos de que José María Rosa es nuestro contemporáneo.